Los últimos días de Manuel Belgrano | Marca Tucumán

Los últimos días de Manuel Belgrano

Los últimos días de Manuel Belgrano

 

Se cumplen doscientos años del fallecimiento del Gral. Manuel Belgrano, en su casa paterna, en Buenos Aires, en un estado de pobreza que contrastó notoriamente con la forma acomodada en que había vivido durante los cuarenta primeros años de su vida.

Belgrano nunca gozó de buena salud en su adultez. En cambio, el Gral. San Martín, pese a sufrir enfermedades, tenía mayor vigor físico, y logró siempre sobreponerse a sus males, para fallecer en su ancianidad. Durante la Batalla de Salta, eran tan fuertes los dolores que sufría Belgrano, que pasó mucho tiempo postrado en un improvisado catre de campaña. Hasta llegó a perder la noción de lo que estaba ocurriendo.

Algunos creen que lo aquejaba una sífilis, desde sus años de juventud en España. Pero en realidad no se sabe, a ciencia cierta, qué enfermedad lo afectaba. Los médicos le diagnosticaron “hidropesía”; que es la retención de líquido en los tejidos. No es una enfermedad autónoma, sino un síntoma por el cual se manifiestan, básicamente, enfermedades de los riñones, del corazón y del aparato digestivo. El líquido se acumula en el vientre, cuello, brazos, tobillos y muñecas. Puede reflejar un mal funcionamiento de los riñones, que no eliminan correctamente los fluídos. El líquido acumulado (como parece haber sido este caso) ocasiona mucha presión sobre el corazón y los pulmones, y termina afectándolos. La hidropesía se relaciona con tuberculosis, cáncer de colon, afecciones cardíacas, glandulares, hepáticas o renales.

La medicina de la época no atinó a diagnosticar exactamente el cuadro del prócer; y tampoco a brindarle el tratamiento adecuado. Sus dolores eran tan fuertes que lo postraban. Todos percibían que el General estaba enfermo, y cómo la hidropesía había afectado a su cuerpo.

Durante 1819 era Jefe del Ejército del Norte, estacionado en Tucumán, y recibió órdenes del Director Supremo de bajar con el ejército para  hacer frente a los caudillos del Litoral (Artigas, López y Ramírez) que desafiaban a las autoridades nacionales, saboteaban sus comunicaciones e interceptaban los cargamentos de provisiones, refuerzos y armas que el Directorio remitía a los Ejércitos del Norte y de los Andes, comprometiendo así la causa de la Independencia.

A diferencia del Gral. San Martín, Manuel Belgrano obedeció responsablemente estas órdenes, y acudió a socorrer al Directorio y al Congreso de Tucumán (que ya funcionaba en Buenos Aires por esa época), ante el riesgo de desintegración del país y que reinara la anarquía; contra lo que tanto había luchado siempre.

Por esa época su enfermedad estaba ya bastante avanzada. Sus amigos y su médico le aconsejaron que no fuera personalmente él con la expedición; pues bien podría enviar a otro oficial a cargo. Belgrano se negó. Intuía que, si él mismo no comandaba al ejército, éste corría el riesgo de desintegrarse; contagiando, con su accionar anárquico a las demás provincias (como efectivamente ocurrió después). 

Su escasa salud se devastó por la dura travesía por intransitables senderos de tierra, a través de Tucumán, Santiago del Estero y Córdoba, sumada a las inclemencias del tiempo, por dormir en la intemperie, o en una incómoda tienda de campaña, en medio del frío y la lluvia. Ello ocasionó que, en Setiembre de 1819, el General dispusiera su propio relevo en el Ejército, y se despidiera, emocionado, de sus hombres: “Me es sensible separarme de vuestra compañía, porque estoy persuadido de que la muerte me sería menos dolorosa, auxiliado de vosotros, recibiendo los últimos adioses de la amistad”.

Decidido a pasar los últimos días en nuestra Provincia, retornó a ella desde Santa Fe. Belgrano amaba a Tucumán: donde estaba su pequeña hija, a quien adoraba y llamaba su “palomita”. Estaban también la mujer de la cual se había enamorado (la madre de la niña); y entrañables amigos, que siempre lo habían recibido con los brazos abiertos. Arribó luego de otra dura travesía, y se recluyó en su casa (pegada a la actual Plaza Belgrano); que era sencilla y sin comodidades. Pocos amigos lo pasaban a visitar. Su única alegría era recibir a su niña.

Al poco tiempo, estalló en Tucumán un motín en contra del gobernador. Los sublevados, temiendo que Belgrano usara su autoridad para hacer fracasar la conjura, irrumpieron en su casa y pretendieron colocarle cadenas y grillos en sus pies. Belgrano estaba postrado en cama. La oportuna intervención de su médico evitó que lo concretaran. El General, humillado y defraudado, le confió a un amigo: “Yo quería a Tucumán como a mi propio país, pero han sido tan ingratos conmigo, que he determinado irme a Buenos Aires, pues mi enfermedad se agrava día a día“.

En Febrero de 1820 emprendió el regreso a Buenos Aires sin un peso en su bolsillo. El Estado le adeudaba sueldos por años de servicios. El dinero que se le otorgara por sus victorias de Tucumán y Salta nunca le fue abonado; ni tampoco se destinó a la fundación de las cuatro escuelas legadas por el prócer. Su amigo Celedonio Balbín le prestó dinero para viajar y lo acompañó él mismo, junto a su confesor, a su médico personal (el Dr. Redhead) y dos ayudantes.

El viaje a la Capital fue penoso y duró casi dos meses. Paraban y bajaban al paciente en cada posta, entre todos, ya que Belgrano casi no podía moverse. Por falta de dinero, permanecieron en Córdoba varios días, hasta que un antiguo amigo le adelantó los fondos necesarios para concluir su travesía. En el camino, Belgrano se enteró que el Ejército del Norte se había sublevado y desintegrado. También supo que el Gobierno Nacional se había disuelto, luego de que, sin el auxilio del Ejército del Norte, las fuerzas directoriales fueran batidas por los caudillos litoraleños en Cepeda. Todo ello angustió más aún al General. 

Como pudo, llegó a la Capital a fines de Marzo, donde recibió los cuidados de su hermana, quien lo atendía día y noche. Nadie en el Gobierno se acordó de él, ni se acercó a prestarle auxilio. Le afligían las deudas que dejaba; y sólo esperaba que se pudieran pagar con sus sueldos atrasados. Un médico amigo concurría a las tardes a interpretar el clavicordio para aliviar su pesar.

En sus últimos días recibió la visita de nuestro comprovinciano, Gregorio Aráoz de Lamadrid, a quien Belgrano apreciaba mucho. Lamadrid lo visitó al día siguiente de llegar a Buenos Aires (9 de Junio). Lo encontró consciente, “sentado su poltrona y bastante agobiado por su enfermedad. Mi visita le impresionó en extremo, no menos que a mí la suya, y apenas se tranquilizó, tiró con su mano de la gaveta de un escritorio que tenía a espaldas de su silla, y sacando los apuntes de mis campañas que yo había escrito en el Fraile Muerto el año 1818, por orden suya, me los alcanzó diciendo: Estos apuntes los hizo Ud. muy a la ligera, es menester que Ud. los recorra y detalle más prolijamente y me los traiga”. A lo que Lamadrid respondió: “Con mucho gusto complaceré a mi general”.

Luego, el General hizo “algunas preguntas de Tucumán y del ejército”; y lamentó que el tucumano hubiera adelantado su arribo a la Capital, ya que Belgrano había dispuesto que una comitiva lo recibiera a su llegada. “Después de un largo rato de conversación”, Lamadrid se despidió de su General.

Días después dijo: “Pensaba en la eternidad donde voy y en la tierra querida que dejo. Espero que los buenos ciudadanos trabajarán para remediar sus desgracias”. Como no tenía con qué pagar al Dr. Redhead, quien lo acompañara desde Tucumán, le obsequió su propio reloj de oro, en su lecho de muerte.

El 20 de junio de 1820, a las 7 de la mañana, Manuel Belgrano expiró luego de murmurar: “Ay, Patria Mía”. Tenía 50 años recién cumplidos. Pidió ser enterrado en la Iglesia de enfrente (Santo Domingo), vestido con el hábito blanco de los padres dominicos. A su sepelio concurrieron sólo sus familiares y diez amigos. El mármol de una cómoda de su hermano le sirvió de lápida y un amigo anónimo donó su ataúd. Ese mismo día la anarquía llegaba a su apoteosis: cada Provincia hacía lo que quería y la Capital tenía tres Gobernadores. En medio de tanta convulsión, todos se olvidaron del Creador de la Bandera. Sólo un periódico: “El Despertador Teofilantrópico” de fray Francisco Castañeda publicó la noticia en verso: “Triste funeral, pobre y sombrío, que se hizo en una iglesia junto al río, en esta capital, al ciudadano, Brigadier General Manuel Belgrano”.

 

Texto: Juan Pablo Bustos Thames